Literatura realista
Un relato basado en una noticia real
Don Sergio
La
ciudad salvó a la gente del campo cuando ya no había qué comer, también la
condenó a sueños inalcanzables y a desear eternamente estar en el mejor lado.
Los cerros se atascan de bloques de cemento sin pintar y techos de lámina
oxidada, calles llenas de baches y basura, entre las carreteras camellones y
jardineras de pura tierra y el sol que las hace parecer pequeños desiertos
abandonados de la mano de Dios. Si entrecierras los ojos y miras entre las
pestañas las construcciones incompletas se camuflajean con el color pálido del
barro y las hierbas secas. Hay colonias más bonitas claro, entre las subidas
escarpadas y bajadas empinadas que conforman las vialidades de Tijuana; quizá
no colonias completas, pero sí calles con fachadas bonitas, enjarradas y con
pintura terminada que no se está descarapelando, con hierba verde y plantas
frescas que dan flores, con gente de dinero que tiene a sus hijos en buenas
escuelas y asisten todos los fines de semana al Club Campestre, a jugar golf
mientras sus esposas corren por las veredas impecables, desayunan con sus
amigas en el restaurante o se dan un masaje en el spa; mientras sus hijos toman sus clases de tenis o juegan en
una de las albercas con sus amigos igual de afortunados; sus grandes camionetas
blindadas, con las que se podría comprar una pequeña casa, esperan en los
estacionamientos con sus choferes y a
veces hasta sus guaruras montados los esperan pacientemente. La gente como
nosotros solo llega a las casas de esas familias porque hay un trabajo que
hacer; jardinería, plomería, limpieza, mantenimiento, seguridad o cuidar a sus
bebés y niños.
Yo
no tuve suerte de llegar a una de esas casas, mi casita era de las que se
fundían en el cerro, teníamos una llave de agua, que eso era bueno, porque de
ahí podíamos sacar para bañarnos, aunque fuera a jicarazos, para hervir los
frijoles, y para lavar todo lo que mi mamá podía lavar, éramos una familia
pobre pero mi señora era muy limpia y siempre intentaba tener todo acomodado y
sin tierra, fue feliz cuando le pude construir un fogoncito porque le gustaba
mucho también cocinar, ahí muchos años pudo hacer sus tortillas y freír las
gorditas de los festejos. En nuestras cuatro paredes de hormigón mi papá había
construido una plataforma con unas maderas que se había encontrado tiradas, y
ahí dormíamos todos con unas cobijas que nos habían regalado, para que no se
nos fueran a subir los bichos en la noche, o los ratones, que llegaban a veces
que olían comida. La gente tiraba muchas cosas por ahí, no había calles como
tal, pero sí teníamos los caminitos de tierra, y toda la basura que sacaban de
las casas grandes, lo que ya no querían cuando remodelaban sus casas ya perfectas,
iban a parar ahí de algún modo, así que seguido nos encontrábamos cosas que nos
servían, con maderas de esas también habíamos armado la letrina que estaba
detrás de la casa, y mi hermana se entretenía juntando con pedacitos de azulejo
de los colores que le gustaban porque según ella iba a hacer algo con eso.
De
modo que pueden entender que nada era como queríamos, y nos esforzábamos en
irlo haciendo cada vez mejor, pero no era suficiente, mi papá era albañil, pero
como a veces sacaba chambitas y podíamos comer diario y hasta comprar chanclas
y garras nuevas, a veces no encontraba nada en muchos meses. Yo, para ganar algún
dinerito y llevárselo a mis jefes, desde chiquillo me iba a sacudir carros a la
línea con trapos que encontraba por ahí, o juntaba bolsas de plástico para
recoger la basura de los carros que esperaban con paciencia a que los del otro
lado los dejaran pasar, porque ellos si tenían sus papeles; sus libritos verdes
de letras doradas, con sus fotos y una calcamonía brillante con sus caras y sus
nombres, y el permiso de los grandes para vivir en paz y gozar del otro lado.
Los veía, largo y tendido, a veces hasta seis
horas emocionados por pasar o hartos de esperar, hartos, pero esperando porque
sabían que iban a pasar, y mientras tanto yo recogiendo basura o pidiendo
limosnas cuando no encontraba con qué chambear, viéndolos comprar churros
acanelados, burritas y tostilocos preparados, adornos de a tiro feos que
costaban lo que a mí me hubiera alcanzado para que mi familia comiera una o dos
semanas. Me acuerdo del sol que calaba, se me calentaban los zapatos de estar
parado en el pavimento hirviendo tantas horas, pero luego veía a las doñitas
pidiendo limosna también, con una criatura colgada el lomo y otra de la mano, o
a los deformes en sus sillas de ruedas, los enfermos con muletas vendiendo sus
paletitas de cajeta, y pues de qué me podía quejar, de menos tenía todo mi
cuerpo sano, mi familia sana, un techo bajo el que dormir, no como los
vagabundos hediondos que vivían debajo de lonas bajo los puentes y andaban con
sus carritos llenos de basura caminando por las calles con sus pestes de meados
y un par de perritos siguiéndolos, yo era afortunado, no el más, pero lo era.
No
era suficiente. Mi papasito se cayó de un tercer piso en la construcción, y
después de estar un mes en la clínica del seguro, todo roto y enfermo, y
nosotros todos más pobres, se nos fue, no tuvimos ni para el cajón así que
nuestros vecinos y amigos nos cooperaron para que nos lo pudieran enterrar en
una fosa común de menos. Mi mamá le puso una cruz en la casa con su nombre y
una foto que tenía por ahí guardada, y ahí le rezábamos y ahí lo recordábamos.
Había
gente para eso, si preguntabas los encontrabas y así me encontré con el señor
que me podía ayudar a llegar al mejor lado de la línea, de donde podría
mandarles a mi mamá y a mi hermana dinero en verde, y de una mano en otra logré
llegar hasta la ciudad de Los Ángeles, yo tenía dieciséis años, y mi primer
trabajo fue con unos señores que arreglaban jardines, no sé cuando les pagarían
los güeritos y negritos de las mansiones increíbles, pero a mí me daban
suficiente, en las noches trabajaba cuidando unos terrenos donde guardaban
maquinaria y material de construcción, y pues así ya tenía donde dormir, para
todos lados llevaba mi mochila y mi cobijita, que me habían acompañado todo el
camino, ahí en el terreno tenían también a una señora con su casa rodante que
les rentaba el espacio muy barato, era una gringa cuarentona que se llamaba
Beverly, no sé dónde trabajaba pero casi siempre salía todo el día y cuando
llegaba ella yo estaba entrando a mi turno y me saludaba con una sonrisa, me di
cuenta que a veces me veía por su ventanita mientras yo me enjuagaba con la
llave de agua que tenían ahí, para estar medio limpio, o a veces tallaba algo
de mi ropa con un jaboncito y la tendía en los arbustitos para que se secara
durante la noche, porque era temporada de calor y como no había nadie, o casi
nadie, pues yo podía andar en calzones mientras se secaba. Una de esas noches
abrió su puerta y me ofreció bañarme en su camper todos los días, y pues de ahí
me agarré, me dejaba usar su baño y yo sólo le tenía que hacer unos cariñitos y
acompañarla un rato para que no se sintiera sola, no platicábamos mucho porque
ella sólo hablaba inglés y yo sólo sabía español, pero como que con la mirada
nos entendíamos y nos hicimos buenos amigos. Fueron unos años muy a gusto, me
caían muy bien los de la jardinería y me enseñaban muchas cosas, y pues con mi
doñita ya no pasaba frío ni soledad, además de que como casi no gastaba le
mandaba su buen sobrecito a mi jefa que a veces me llamaba por teléfono para
agradecerme y decirme que ya le iban mejorando cosas a la casita, que mi
hermana había conocido un buen muchacho que tenía un buen trabajo y que se le
quería llevar para Tamaulipas con su familia. A mí me daba miedo que mi mamá se
quedara sola, pero desde donde estaba no podía hacer nada más que seguirle
mandando dinero, entonces me contó que se había conseguido un buen trabajo en
una casa de ricos donde limpiaba y cuidaba a dos bebés, y que ahí la dejaban
quedarse a dormir toda la semana y con eso ya me sentí más tranquilo.
Un
día mi gringuita se fue, le entendí algo de que extrañaba a su familia y que
iba a viajar un rato o algo así, el chiste es que agarró su troca y se fue,
entonces sentí que ya era momento de también moverme. Los amigos que me había
hecho me ayudaron a conseguir un trabajo de albañil en Chicago, que estaba muy lejos,
pero pagaban muy bien, no como a mi papasito, era billete de verdad, y yo tenía
unos ahorritos así que le pagué a un paisano para que me metiera en su troca y
me hizo el favor de llevarme, me había salido mucho más barato que el camión.
Yo sabía algo de construcción de lo que había aprendido de mi papá así que con
eso me dejaron empezar. Ahí fue donde todo se empezó a poner gacho, no tenía
bien dónde dormir y ya no conocía a nadie, así que me sentía muy solo, luego
fue el accidente, me cayó una viga en la espalda y me tuvieron que llevar al
hospital, y pues ahí se dieron cuenta de que yo era mojado y así tullido y todo
me regresaron. Mi mamá ya no me contestaba el teléfono, y no tenía el teléfono
de la casa donde trabajaba ni de nadie más por allá. Yo ya no podía caminar y
los ahorros se me acabaron pronto así que un buen día acepté una silla de
ruedas medio destartalada que me habían ofrecido y me fui a la línea a pedir
limosna, regresé a lo mismo porque aunque sabía ya no podía hacer jardinería ni
construcción, ahora yo era el deforme que vendía sus paletitas de cajeta,
cuando tenía para comprarlas, o pedía limosna con un cartoncito colgado al
cuello contando mi historia, como la señora que pedía para los tratamientos de
su hija con cáncer, y se sentaba a la peloncita a un lado mientras ella se
acercaba con su cara de lástima a las ventanillas de los carros. Seguía siendo
más afortunado que otros, las gentes que vendían comida a veces me regalaban y
con los meses y años me fui haciendo de amigos, de vivir en la calle me
construyeron una casita con láminas con mi propio tendido donde acostarme a
descansar, me llevaban baldes de agua para limpiarme y hasta una vecina me
ofrecía lavarme mi ropa que unas monjitas me habían regalado una vez que habían
ido a predicar y ayudar en la colonia. De menos ya no estaba solo. Una vez al
del puesto de las gorditas de nata, que se llamaba Nacho, le había contado
sobre mi mamá y mi hermana y cómo se me habían perdido, y de pura buena gente
me llevó hasta su casa a buscarlas, pero no encontré a nadie, ya lo poquito que
había habido ahí no existía, y los vecinos que habían sido mis amigos ya no
estaban, ya habían pasado como veinte años, así que nadie se acordaba de mí ni
de ellas, sólo un viejito que sí se acordaba de mi mamá nos había dicho que
doña Elodia se había muerto ya hacía muchos años, que se había quedado solita y
muy enferma, que se había muerto de tristeza. Nadie tenía pistas del paradero
de mi hermana. Yo, la verdad, todavía había tenido la esperanza de encontrarlas,
de que estuvieran bien, así que me impresioné y entristecí mucho, y ahí fue
cuando me pegó la diabetes. Fui perdiendo la salud que me quedaba, ya me habían
mochado un dedo del pie, y ahora ya casi no puedo ver, así que no salgo ya de
mi casita. Mis vecinos, yo creo porque me han agarrado cariño con los años,
hasta me dicen don Sergio, me traen comida o veces ropa limpia, y hay unos que
me llevan al seguro para que me den las medicinas y me regañen porque no me
baño lo suficiente o porque como muchas garnachas, pero yo ya estoy muy viejo,
hago lo que puedo.
La
semana pasada vinieron unos muchachos, disque haciendo labor social, me
ayudaron a limpiar mi casa y me dijeron que me la van arreglar, y a construirme
un bañito y a traerme una cama, me dieron ropa nueva y limpia, y la verdad sí
me sentí mejor y les creo. Yo les di lo único que tengo, que son las historias
de mi vida y de las personas que tuve la suerte de conocer, y les hablé de mi
hermana desaparecida. Ellos me pidieron permiso para tomarme unas fotografías y
me prometieron que me iban a ayudar a encontrarla, que con el Feis y el celular
ahora se encuentra gente y que me iban a estar visitando para avisarme, porque
yo ni teléfono tengo. A ver qué pasa.
H. Chávez