jueves, 21 de octubre de 2021

Un acercamiento al realismo

 Literatura realista

Un relato basado en una noticia real


Don Sergio

 

La ciudad salvó a la gente del campo cuando ya no había qué comer, también la condenó a sueños inalcanzables y a desear eternamente estar en el mejor lado. Los cerros se atascan de bloques de cemento sin pintar y techos de lámina oxidada, calles llenas de baches y basura, entre las carreteras camellones y jardineras de pura tierra y el sol que las hace parecer pequeños desiertos abandonados de la mano de Dios. Si entrecierras los ojos y miras entre las pestañas las construcciones incompletas se camuflajean con el color pálido del barro y las hierbas secas. Hay colonias más bonitas claro, entre las subidas escarpadas y bajadas empinadas que conforman las vialidades de Tijuana; quizá no colonias completas, pero sí calles con fachadas bonitas, enjarradas y con pintura terminada que no se está descarapelando, con hierba verde y plantas frescas que dan flores, con gente de dinero que tiene a sus hijos en buenas escuelas y asisten todos los fines de semana al Club Campestre, a jugar golf mientras sus esposas corren por las veredas impecables, desayunan con sus amigas en el restaurante o se dan un masaje en el spa; mientras sus  hijos toman sus clases de tenis o juegan en una de las albercas con sus amigos igual de afortunados; sus grandes camionetas blindadas, con las que se podría comprar una pequeña casa, esperan en los estacionamientos con  sus choferes y a veces hasta sus guaruras montados los esperan pacientemente. La gente como nosotros solo llega a las casas de esas familias porque hay un trabajo que hacer; jardinería, plomería, limpieza, mantenimiento, seguridad o cuidar a sus bebés y niños.

Yo no tuve suerte de llegar a una de esas casas, mi casita era de las que se fundían en el cerro, teníamos una llave de agua, que eso era bueno, porque de ahí podíamos sacar para bañarnos, aunque fuera a jicarazos, para hervir los frijoles, y para lavar todo lo que mi mamá podía lavar, éramos una familia pobre pero mi señora era muy limpia y siempre intentaba tener todo acomodado y sin tierra, fue feliz cuando le pude construir un fogoncito porque le gustaba mucho también cocinar, ahí muchos años pudo hacer sus tortillas y freír las gorditas de los festejos. En nuestras cuatro paredes de hormigón mi papá había construido una plataforma con unas maderas que se había encontrado tiradas, y ahí dormíamos todos con unas cobijas que nos habían regalado, para que no se nos fueran a subir los bichos en la noche, o los ratones, que llegaban a veces que olían comida. La gente tiraba muchas cosas por ahí, no había calles como tal, pero sí teníamos los caminitos de tierra, y toda la basura que sacaban de las casas grandes, lo que ya no querían cuando remodelaban sus casas ya perfectas, iban a parar ahí de algún modo, así que seguido nos encontrábamos cosas que nos servían, con maderas de esas también habíamos armado la letrina que estaba detrás de la casa, y mi hermana se entretenía juntando con pedacitos de azulejo de los colores que le gustaban porque según ella iba a hacer algo con eso.

De modo que pueden entender que nada era como queríamos, y nos esforzábamos en irlo haciendo cada vez mejor, pero no era suficiente, mi papá era albañil, pero como a veces sacaba chambitas y podíamos comer diario y hasta comprar chanclas y garras nuevas, a veces no encontraba nada en muchos meses. Yo, para ganar algún dinerito y llevárselo a mis jefes, desde chiquillo me iba a sacudir carros a la línea con trapos que encontraba por ahí, o juntaba bolsas de plástico para recoger la basura de los carros que esperaban con paciencia a que los del otro lado los dejaran pasar, porque ellos si tenían sus papeles; sus libritos verdes de letras doradas, con sus fotos y una calcamonía brillante con sus caras y sus nombres, y el permiso de los grandes para vivir en paz y gozar del otro lado.

 Los veía, largo y tendido, a veces hasta seis horas emocionados por pasar o hartos de esperar, hartos, pero esperando porque sabían que iban a pasar, y mientras tanto yo recogiendo basura o pidiendo limosnas cuando no encontraba con qué chambear, viéndolos comprar churros acanelados, burritas y tostilocos preparados, adornos de a tiro feos que costaban lo que a mí me hubiera alcanzado para que mi familia comiera una o dos semanas. Me acuerdo del sol que calaba, se me calentaban los zapatos de estar parado en el pavimento hirviendo tantas horas, pero luego veía a las doñitas pidiendo limosna también, con una criatura colgada el lomo y otra de la mano, o a los deformes en sus sillas de ruedas, los enfermos con muletas vendiendo sus paletitas de cajeta, y pues de qué me podía quejar, de menos tenía todo mi cuerpo sano, mi familia sana, un techo bajo el que dormir, no como los vagabundos hediondos que vivían debajo de lonas bajo los puentes y andaban con sus carritos llenos de basura caminando por las calles con sus pestes de meados y un par de perritos siguiéndolos, yo era afortunado, no el más, pero lo era.

No era suficiente. Mi papasito se cayó de un tercer piso en la construcción, y después de estar un mes en la clínica del seguro, todo roto y enfermo, y nosotros todos más pobres, se nos fue, no tuvimos ni para el cajón así que nuestros vecinos y amigos nos cooperaron para que nos lo pudieran enterrar en una fosa común de menos. Mi mamá le puso una cruz en la casa con su nombre y una foto que tenía por ahí guardada, y ahí le rezábamos y ahí lo recordábamos.

Había gente para eso, si preguntabas los encontrabas y así me encontré con el señor que me podía ayudar a llegar al mejor lado de la línea, de donde podría mandarles a mi mamá y a mi hermana dinero en verde, y de una mano en otra logré llegar hasta la ciudad de Los Ángeles, yo tenía dieciséis años, y mi primer trabajo fue con unos señores que arreglaban jardines, no sé cuando les pagarían los güeritos y negritos de las mansiones increíbles, pero a mí me daban suficiente, en las noches trabajaba cuidando unos terrenos donde guardaban maquinaria y material de construcción, y pues así ya tenía donde dormir, para todos lados llevaba mi mochila y mi cobijita, que me habían acompañado todo el camino, ahí en el terreno tenían también a una señora con su casa rodante que les rentaba el espacio muy barato, era una gringa cuarentona que se llamaba Beverly, no sé dónde trabajaba pero casi siempre salía todo el día y cuando llegaba ella yo estaba entrando a mi turno y me saludaba con una sonrisa, me di cuenta que a veces me veía por su ventanita mientras yo me enjuagaba con la llave de agua que tenían ahí, para estar medio limpio, o a veces tallaba algo de mi ropa con un jaboncito y la tendía en los arbustitos para que se secara durante la noche, porque era temporada de calor y como no había nadie, o casi nadie, pues yo podía andar en calzones mientras se secaba. Una de esas noches abrió su puerta y me ofreció bañarme en su camper todos los días, y pues de ahí me agarré, me dejaba usar su baño y yo sólo le tenía que hacer unos cariñitos y acompañarla un rato para que no se sintiera sola, no platicábamos mucho porque ella sólo hablaba inglés y yo sólo sabía español, pero como que con la mirada nos entendíamos y nos hicimos buenos amigos. Fueron unos años muy a gusto, me caían muy bien los de la jardinería y me enseñaban muchas cosas, y pues con mi doñita ya no pasaba frío ni soledad, además de que como casi no gastaba le mandaba su buen sobrecito a mi jefa que a veces me llamaba por teléfono para agradecerme y decirme que ya le iban mejorando cosas a la casita, que mi hermana había conocido un buen muchacho que tenía un buen trabajo y que se le quería llevar para Tamaulipas con su familia. A mí me daba miedo que mi mamá se quedara sola, pero desde donde estaba no podía hacer nada más que seguirle mandando dinero, entonces me contó que se había conseguido un buen trabajo en una casa de ricos donde limpiaba y cuidaba a dos bebés, y que ahí la dejaban quedarse a dormir toda la semana y con eso ya me sentí más tranquilo.

Un día mi gringuita se fue, le entendí algo de que extrañaba a su familia y que iba a viajar un rato o algo así, el chiste es que agarró su troca y se fue, entonces sentí que ya era momento de también moverme. Los amigos que me había hecho me ayudaron a conseguir un trabajo de albañil en Chicago, que estaba muy lejos, pero pagaban muy bien, no como a mi papasito, era billete de verdad, y yo tenía unos ahorritos así que le pagué a un paisano para que me metiera en su troca y me hizo el favor de llevarme, me había salido mucho más barato que el camión. Yo sabía algo de construcción de lo que había aprendido de mi papá así que con eso me dejaron empezar. Ahí fue donde todo se empezó a poner gacho, no tenía bien dónde dormir y ya no conocía a nadie, así que me sentía muy solo, luego fue el accidente, me cayó una viga en la espalda y me tuvieron que llevar al hospital, y pues ahí se dieron cuenta de que yo era mojado y así tullido y todo me regresaron. Mi mamá ya no me contestaba el teléfono, y no tenía el teléfono de la casa donde trabajaba ni de nadie más por allá. Yo ya no podía caminar y los ahorros se me acabaron pronto así que un buen día acepté una silla de ruedas medio destartalada que me habían ofrecido y me fui a la línea a pedir limosna, regresé a lo mismo porque aunque sabía ya no podía hacer jardinería ni construcción, ahora yo era el deforme que vendía sus paletitas de cajeta, cuando tenía para comprarlas, o pedía limosna con un cartoncito colgado al cuello contando mi historia, como la señora que pedía para los tratamientos de su hija con cáncer, y se sentaba a la peloncita a un lado mientras ella se acercaba con su cara de lástima a las ventanillas de los carros. Seguía siendo más afortunado que otros, las gentes que vendían comida a veces me regalaban y con los meses y años me fui haciendo de amigos, de vivir en la calle me construyeron una casita con láminas con mi propio tendido donde acostarme a descansar, me llevaban baldes de agua para limpiarme y hasta una vecina me ofrecía lavarme mi ropa que unas monjitas me habían regalado una vez que habían ido a predicar y ayudar en la colonia. De menos ya no estaba solo. Una vez al del puesto de las gorditas de nata, que se llamaba Nacho, le había contado sobre mi mamá y mi hermana y cómo se me habían perdido, y de pura buena gente me llevó hasta su casa a buscarlas, pero no encontré a nadie, ya lo poquito que había habido ahí no existía, y los vecinos que habían sido mis amigos ya no estaban, ya habían pasado como veinte años, así que nadie se acordaba de mí ni de ellas, sólo un viejito que sí se acordaba de mi mamá nos había dicho que doña Elodia se había muerto ya hacía muchos años, que se había quedado solita y muy enferma, que se había muerto de tristeza. Nadie tenía pistas del paradero de mi hermana. Yo, la verdad, todavía había tenido la esperanza de encontrarlas, de que estuvieran bien, así que me impresioné y entristecí mucho, y ahí fue cuando me pegó la diabetes. Fui perdiendo la salud que me quedaba, ya me habían mochado un dedo del pie, y ahora ya casi no puedo ver, así que no salgo ya de mi casita. Mis vecinos, yo creo porque me han agarrado cariño con los años, hasta me dicen don Sergio, me traen comida o veces ropa limpia, y hay unos que me llevan al seguro para que me den las medicinas y me regañen porque no me baño lo suficiente o porque como muchas garnachas, pero yo ya estoy muy viejo, hago lo que puedo.

La semana pasada vinieron unos muchachos, disque haciendo labor social, me ayudaron a limpiar mi casa y me dijeron que me la van arreglar, y a construirme un bañito y a traerme una cama, me dieron ropa nueva y limpia, y la verdad sí me sentí mejor y les creo. Yo les di lo único que tengo, que son las historias de mi vida y de las personas que tuve la suerte de conocer, y les hablé de mi hermana desaparecida. Ellos me pidieron permiso para tomarme unas fotografías y me prometieron que me iban a ayudar a encontrarla, que con el Feis y el celular ahora se encuentra gente y que me iban a estar visitando para avisarme, porque yo ni teléfono tengo. A ver qué pasa.


H. Chávez





miércoles, 20 de octubre de 2021

Quehaceres domésticos en cuarentena


Ma. de Lourdes Peregrina Nieto


Los días se suceden uno tras otro medidos por horas de sol y horas de sombra. Cada día se trata de encontrar fuerzas para empezar de nuevo. En la madrugada, llegan los sonidos del tren, del mar, del viento que se va retirando con la noche. El calor empieza temprano, aunque el cielo luzca gris. No corre el aire. 

En el horizonte: hileras de tuppers vacíos se elevan hacia el cielo… cucharas, tenedores, vasos, muchos vasos, enjuagados acaso la noche anterior (para evitar que se peguen los restos), a veces tallados con rebanaditas de limón para quitar los rastros de olor a “choquilla”. Dos cestos de ropa sucia (pareciera que no se hubiera lavado en días o semanas, pero escasamente han trascurrido unas horas desde que se echó la última carga a la lavadora). En el sillón, yacen las prendas de la familia destendidas la noche anterior, para evitar que les cayera el sereno; algunas deberán volver a la pita porque no terminaron de secarse. 

El ama avanza por la casa haciendo la lista mental de los quehaceres. Los gatos de la calle que vienen a pedir comida, maúllan en el portón. Es necesario salir a darles una ración que cada vez se hace más pequeña porque ellos se vuelven más numerosos. También hay que salir a ver si hay agua en la llave de paso, porque de lo contrario si se enciende la lavadora, se corre el riesgo de agotar la del tinaco. En el piso de la cocina aguardan unos amigos incondicionales: polvo, grasa, moscas, cabello, pelo de gato, croquetas regadas, el olor de la basura que el sol empieza a calentar. 

La diminuta y caótica cocina tiene que ser puesta en orden por el ama, que diariamente se enfrenta al reto de mover esto para que quepa lo otro y luego regresar todo a su lugar. Pero, primero: ¡café! Tiene que hacer espacio en su mente, espacio en su pecho, para que entren la claridad y el aire, para saber por dónde empezar a construir ese castillo de naipes, que necesariamente estará derrumbado en unas horas. Recuerda esas esculturas de mantequilla que vio en una película del Tibet, que sirven para recordar que todo es efímero. Piensa en las personas que se van a esos templos en Oriente para encontrar la iluminación y en donde los ponen a fregar pisos o a lavar trastes. Sonríe. Ella tiene sus propios gurús aquí con ella. 

Después del café, se dirige al baño que evidentemente necesita ser limpiado. No huele mal, pero no huele a limpio y hay que sacar la basura. De una vez. Va por una bolsa que resulta demasiado pequeña o demasiado frágil. La usa de todos modos. Sale con ella al patio de atrás y aprovecha para sacar la de la cocina. Se da cuenta de que la bolsa se desgarró y están escurriendo residuos de… todo. Mete las dos bolsas que ha colectado en baño y cocina en otra bolsa más grande y resistente. 

Trae el trapeador y limpia el escurrimiento del piso. Ahora regresa al baño a enjuagar el trapeador. Deja que abundante agua corra. Lo retira, lo exprime, lo vuelve a poner en el chorro de agua. El sonido es musical y refrescante. Por fin decide que ha sido suficiente. Vuelve a la cocina. Vierte limpiador y desinfectante sobre la mancha visible de lixiviados. El olor perfumado llena la casa. Pasa de nuevo el trapeador enjuagado y otra vez al baño a enjuagar el trapeador. 

Ahora ladra la perra en el portón: “ah, sí”. Le grita que ya va. Prepara cinco latas con una ración de comida para gatos y un puñado de croquetas. Las apila y sale al portón a enfrentar a la jauría de bestiecillas peludas que aguardan reclamando la tardanza. Cuando deposita estudiadamente los platitos para los cinco gatos, -dejando espacio entre ellos para que no se peleen y tratando de librarlos porque se le enredan en los pies, todavía medio dormidos-, la perra y la gata de casa (que estaban secuestradas por los callejeros) se meten. Hace tiempo para acariciarlas a ambas. Luego les sirve su comida, a ellas sí, en porciones abundantes. Vienen otros dos gatos que también son de la casa. Les sirve. 

Por fin, se da a sí misma permiso de tomar su propio desayuno. Se lava las manos cuidadosamente y las seca. Saca la papaya del frutero y la examina. Un poco verde. Toma un plátano demasiado maduro. Antes tiene que hacer una pausa para ordenar la compleja arquitectura del edificio de trastes sucios. Agrupa las tapas, separa los vasos que deben lavarse primero, los platos planos y los hondos, lo junta en uno de los dos compartimentos del fregadero. Ahora hay espacio para enjuagar la papaya, pero antes hay que lavar la tabla y el cuchillo de fruta. 

Recuerda que bien podría, echar a andar la lavadora y dejar que se llene en lo que pela y pica su desayuno. Programa una carga grande y pulsa el “play”. El zumbido sordo de la lavadora marca el inicio del ciclo y el agua empieza a caer en una pequeña cascada. Ya enjuagada la fruta, la parte en dos. Remueve las semillas. Busca una bolsita para echarlas. Pela primero una mitad, retira la cáscara. Luego, la otra. Después las corta en cuadros que deposita en un tupper de plástico con tapa. Se sirve su ración. Agrega rebanadas de plátano. Espolvorea un poco de granola, nueces y arándanos. Todavía falta para que se pueda dar permiso de comerlo. Lo mete al refrigerador, haciendo espacio. 

Se va al patio de atrás donde enfrenta las cimas ahora de ropa sucia. El agua suena a que ha llenado por lo menos la mitad de la tina de la lavadora y ya exige que se le eche el jabón y la carga de ropa. Debe darse prisa porque la lavadora es automática y empezará a lavar dentro de poco, con o sin carga. “¡Rayos!” olvidó que quería ir al baño. En cuanto meta la carga, va. Comienza a extraer las prendas. Separa la ropa de cama, la ropa interior, los calcetines, la ropa clara, la oscura, la de color. 

Cuando tiene formados sus pequeños montones en el piso, decide el turno del cuál es. Puede meter la oscura junto con algunos calcetines también oscuros (en una funda), pero primero tiene que tallarlos en el fregadero (el mismo donde apenas acaba de enjuagar la papaya, pues no tiene tarja). También puede meter la clara con ropa interior, pero ha estado lloviendo y el agua llega turbia. La ropa podría percudirse. Entonces decide que toca el turno a la ropa oscura. 

Separa cuidadosamente los pantalones, se asegura de que las playeras estén volteadas al reverso, que las mangas de las camisas estén estiradas. Busca con los ojos manchas que requieran ser talladas a mano. Una vez que considera que todo está en orden, pausa la lavadora. Empieza a parpadear un botón verde. Levanta la tapa. Vierte la primera sustancia de su coctel limpiador. Primero cuatro vueltas de detergente (gira cuatro veces el envase alrededor del centro), luego un chorrito de jabón de lavandería para ropa oscura, “pétalos” de jabón Zote y un chorrito Fabuloso. Luego, se apresura a meter las prendas más o menos ordenadas para que se laven bien. Baja la tapa y pulsa el “play”, antes de que la lavadora tire toda el agua porque se ha excedido el tiempo. Suspira. Parece que se ha hecho digna de tomar ahora el desayuno. Lo saca del refri. Su hijo aparece frente a ella. Le sonríe adormilado. -Buenos días, mi amor, ¿quieres fruta?

Émeraudes

    Las imágenes se sucedían frenéticamente en manchones borrosos y multicolores. Tras el volante, Raphaël pensaba que las cosas no podían ser de otra manera. Nunca había podido ver con claridad lo que sucedía a frente a él; simplemente no tenía esa habilidad. Manchones borrosos, imágenes entrecortadas, vibración incesante, frenos justo a tiempo para evitar la catástrofe; así había transcurrido su profesión de piloto de carreras de máximo nivel, entumecido y yerto por el ensordecedor aullido de algún monstruoso motor a sus espaldas, a un nivel mediocre. Una contradicción risible y amarga a la vez.

< ¡No te desconcentres! >

Observó de un rápido vistazo el panel electrónico frente a él, exclamando enseguida una maldición desesperada: el dispositivo se apagaba por momentos borrando toda la información de a bordo. La señal intermitente del radio se encendió y el piloto apretó un botón en el volante.

-       Raph, cambio. – El fuerte chasquido de la transmisión radial le hizo dar un respingo.

-       ¡Robert! El display está haciendo falso de nuevo.

-       La telemetría está llegando mal. Entra a fosos.

-       Trataré de alejarme un poco más del finlandés. Entro en la siguiente vuelta. Revisen la suspensión; el coche se va de cola a la salida de la curva cinco.

-       Entra ahora, la telemetría no llega. Repito, entra aho…

Raphaël cortó la comunicación. Era solo una vuelta más. Preparó la línea para entrar a la siguiente curva… y uno de los brazos de la suspensión trasera de fibra de carbono falló catastróficamente, incapaz ya más de resistir las fuerzas casi imposibles que un auto de fórmula sufre a más de 350 kilómetros por hora.

Manchones borrosos, imágenes entrecortadas, vibración incesante, frenos a destiempo. Raphaël sintió que su cuerpo era desplazado con una fuerza brutal en varias direcciones a la vez. Las imágenes se sucedían más rápido que los pensamientos. Inmediatamente después sintió un golpe en seco, y una lluvia de arena y neumáticos cayeron sobre él. La momentánea obscuridad…

Lentamente la luz volvió a aparecer frente a él. Lo primero que vio después del despiste fueron las descargas de polvo extintor dirigidas hacia donde debería estar la nariz del monoplaza; ahora solo fierros retorcidos y humeantes. Un líquido oleoso y fluorescente, parecido a la miel, resbalaba por la mica de su casco. < ¿Aceite de motor? >

Una luz amarilla de emergencia en el fondo de su panorama visual le devolvió a la realidad. < ¡Mierda, choqué! >

-       Raph, ¡Raph, contesta! ¿Te encuentras bien?

-       ¡Estoy bien! Estoy bien… ¡Ahora mismo me estoy largando de esta porquería!

Inhaló y exhaló para tranquilizarse e hizo el intento de empujarse hacia fuera de la celda de seguridad del monocasco, pero su cuerpo ni siquiera se movió. < Pero, ¿qué? > Intentó mover las manos del volante, pero estas continuaron aferradas a este, como si tuvieran una vida fuera de la suya, negándose a obedecerlo. Su cuerpo todo le desobedecía. Las señas de los oficiales de pista le instaban a salir cuanto antes. El fuego comenzó a correr, sus lenguas amarillas y rojas lamían su casco. Él no pudo hacer un ademán de respuesta. Lo comprendió con desesperación. < ¡Dios mío! No me puedo mover. ¡No me puedo mover! >

-       ¡Raphy! ¿Estás bien? ¡Contéstame! – La voz de su esposa Marie Chantal a través de los audífonos hizo eco de sus propios pensamientos. Y le pareció distorsionada y dolorosamente lejos. Dolorosamente lejos.


                                                                      Era curioso que no se sintiera nada. Estaban en el tren más rápido del mundo y en verdad no sentía nada.

Raphaël miró a través de las ventanas al gigante cubierto de nieve; el gran Fujiyama. El sol traspasaba las nubes en grandes haces de luz, recordando la imagen de la palabra de Dios lanzada a los mortales en algún cuadro renacentista.   Miró después dentro del vagón; su esposa no se veía por ninguna parte y eran cerca de diez minutos que se había levantado para ir a los sanitarios. Quizás el vagón que los contenía estaba dos o tres carros más adelante. Un momento después, la mujer entraba al vagón traspasando las puertas corredizas y el la miró con fijeza. ¡Ahí estaba! Su cabello castaño se tornó dorado al pasar por los rayos del sol mientras avanzaba en dirección a él. Luego, por un instante, el sol iluminó también sus ojos de forma lateral. ¡Qué ojos! ¡Qué ojos los suyos! Todo se desvanecía alrededor de ellos. Verdes, grandes, bellos; dos esmeraldas iridiscentes que consistían su verdadero y único tesoro: sus esmeraldas, sus émeraudes… Sí, era seguro, esos ojos lo habían literalmente embrujado. Para toda la vida. La mujer se sentó a su lado sin dirigirle la mirada y permaneció abstraída buscando algo en el interior de su enorme bolso.

  Marie. – Llamó él. Su idea del paraíso personal lo miró un segundo, como distraída.

– ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy ocupada?

– ¿Ya viste que hermosa vista, la del volcán? – La chica dirigió un breve vistazo hacia el Fujiyama.

  Por favor, Raphaël. ¿De cuándo acá te gustan las vistas? –  < ¡Ah! La mirada sarcástica.> Sí, las esmeraldas también sabían ser crueles.

  Pues esa me gusta. – Contestó él. Al no recibir más respuesta, decidió callarse y se recostó contra el mullido asiento de piel crema de la sección de primera clase del tren.

Súbitamente, una sensación nueva vino a sus sentidos. Poco a poco, casi sin notarlo, los ojos le empezaron a arder desusadamente. Un vapor ligeramente amarillento comenzó a flotar en el aire, iluminado también por los rayos del sol, y un olor penetrante le hizo sentir que su garganta se cerraba. Una desesperada reacción de ahogamiento instintivo lo convulsionó. ¡No podía aguantar más! Con todas sus fuerzas comenzó a golpear repetidamente con el codo el vidrio de la ventanilla de su lado, pero logró solo estrellarlo, por lo que en un movimiento rápido se apoyó contra el asiento y golpeó esta vez con sus pies con toda la fuerza que pudo; el marco de seguridad pareció ceder. Un segundo golpe desprendió la ventana y el aire helado penetró el vagón a raudales. El tren se detenía.

                                                                     – ¡Por favor, necesito ayuda! ¡No está respirando! Raphaël sostenía en sus brazos a su esposa con un rictus de desespero. El ventarrón que había penetrado por la ventanilla le había permitido respirar aire limpio, pero Marie Chantal no había sido tan afortunada. Los vapores tóxicos lesionaron a mucha gente. Los cuerpos de rescate no se daban abasto. Raphaël observó con la respiración entrecortada los cascos de los paramédicos japoneses, con dos protecciones planas en la parte trasera, como los antiguos Samuráis.  Se sorprendió de su propio pensamiento. – ¡Por favor! ¡Por favor ayúdenme! –  Gritó en inglés.

En el hospital todo eran imágenes borrosas, manchones multicolores. ¿Por qué nunca podía ver lo que tenía enfrente?


                                                              – ¿En qué estado se encuentra?

  No lo sé Jacques, no lo sé.

  Los muchachos y yo estábamos en el autódromo cuando escuchamos lo del atentado terrorista, pero jamás imaginamos que ustedes estaban ahí. En Japón, es increíble. Muchos intoxicados. – La risa sorpresiva y estridente de uno de los mecánicos del grupo, al final del corredor, molestó sobremanera al piloto, quien buscó con la mirada y la mandíbula encajada al irreverente. Un par de enfermeras sonreían, coquetas, al pasar junto al grupo de extranjeros uniformados con los colores de la escudería.

– ¡Hey, respeten a Raph! – gritó el jefe del equipo.

  Gracias, Jacques. La verdad es que estoy muy preocupado.

  Lo entiendo, lo entiendo… ¿Cómo le vamos a hacer?

– ¿Con qué?

  Con la carrera de Australia. Es la próxima semana y no nos podemos permitir el lujo de que no la corras. – Raphaël lo miró con sorpresa.

  Pues no la puedo correr. No la voy a correr.

 Raph, si no la corres perdemos el patrocinio y tú lo sabes muy bien. Sería catastrófico para ti, y para el equipo.

– ¡Pues no la corro, qué demonios!

  No seas un imbécil. Tienes compromisos serios.

– ¿Qué es lo que me estás pidiendo? ¿Qué la abandone? ¿Por quién crees que arriesgo mi vida cada fin de semana? ¡Es por ella! ¡Y aquí me voy a quedar!

  Haz lo que quieras, pero te espero en Adelaida a tiempo para las prácticas.

– ¡Me puedes esperar toda la vida!

  Vámonos muchachos – El jefe se daba la vuelta con la intención de retirarse. – Que se mejore Marie.

– ¡Vete al infierno!

                                                                      Buenas tardes, soy el doctor Sykes. – El médico extendió la mano hacia Raphaël. – ¿Es usted el señor Durand, Raphaël Durand? – Las palabras del doctor le sonaron apresuradas y aprendidas de memoria.

  Sí. ¿Cuál es la condición de mi esposa?

  Temo decirle que mal, muy mal. A decir verdad, no debe usted engañarse. Dudamos que sobreviva un par de días más. Lo siento mucho. –   Raphaël sintió que las rodillas no le sostenían. El nudo en la garganta casi le impedía hablar.

– ¿Dónde...? ¿Dónde está ella? Debo verla.

  No, lamentablemente no puede. Se encuentra en terapia intensiva. Ella es francesa, ¿es verdad?

  Así es, ¿por qué? Ya anoté todos sus datos en el formulario que me dieron cuando ingresó al hospital.

  Sólo confirmaba, porque en estos casos debo recomendarle… – el tono del médico, que a Raphaël le pareció pedante, lo exasperó.

– ¡Ah, ya! Ya entiendo. La proverbial xenofobia “post– brexit”. Porque usted es británico, ¿verdad? ¡Pues en este país usted es tan extranjero cómo yo! ¡Imbécil! – El doctor permaneció impasible.

  Mire, señor. Yo comprendo el dolor por el que está pasando, pero entenderá que no estoy aquí para ser insultado. Mi recomendación es que contacte nuevamente a la embajada de su país para que le expliquen qué debe hacer en estos casos, sobre todo si llegara a suceder lo peor. Buenas tardes, señor. – El médico se dio la vuelta y desapareció tras unas puertas basculantes. Raphaël se quedó solo con su rabia, rumiando su impotencia. gruñendo. Lentamente se dejó caer en una de las butacas de la sala de espera y comenzó a llorar en silencio. < ¡Nadie entiende mi dolor! ¡Estoy sólo! >. El grito interior no le permitía escuchar la frenética actividad del hospital japonés que se desarrollaba a su alrededor.

                                                                       Ni pizca del idioma. No hablaba ni pizca de japonés. Y estaba perdido. Raphaël permaneció parado frente a la gran marquesina de un cine casi enteramente hecha de tubos de neón intermitente. La lluvia helada parecía no tocarlo. Su mirada se perdió en la mar de gente que navegaba a su alrededor. La una de la mañana y sereno… Él no estaba ahí, Raphaël no estaba ahí.

                                                                 Levantó la vista. En el fondo del pasillo vio una figura muy conocida. Mizra le vio también. Se dirigió en su dirección.

  Por el Buda, Raphy, te ves muy mal. – Los dos hombres se abrazaron y besaron en las mejillas. Raphaël sintió un cariño poco usual en su saludo. Se preguntó si Mizra había sentido lo mismo. – ¿Cómo está ella?

  Muy mal. Está en terapia intensiva. Está muy mal.

  Ven, vamos a platicar – dijo, señalando hacia una pequeña salita a un lado de la cafetería de visitantes.

  No, Mizra, no quiero una maldita consulta.

  No seas tonto, te vine a apoyar. Soy tu amigo; solo quiero ayudar. – Raphaël asintió.

  Discúlpame, lo sé, lo siento. ¿Cómo supiste?

  Me habló tu cuñada. Alguien de tu equipo se encargó de notificar a su familia.

– ¡Oh, demonios! ¡Por completo lo olvidé!

  Es natural, no te preocupes.

– ¿Qué te dijo su familia?

  Preguntaron por ella y por ti, si sabía algo. Prometí avisarles tan luego llegara a Tokio, después de verte.

  Gracias, fuiste muy amable en venir desde tan lejos.

  Raphy…

– ¿Sí?

– ¿Por qué no la dejas morir?

  Pero ¿qué diablos dices?

  Amigo, afróntalo. Fue gas sarín. Está descerebrada; ya está muerta.

– ¡Está respirando! – Las venas del cuello se le inflamaron de coraje.

  Déjala ir. No seas egoísta. Déjala ir…

– ¡Ella está viva y nadie me la va a quitar!

                                                                   El leve toque en su brazo hizo que se despertara con un sobresalto. Una enfermera japonesa, muy joven, le miraba con una sonrisa de sala de emergencias.

  Señor, no se puede quedar aquí todo el tiempo. – dijo en inglés quebrado. – Vaya a su hotel, descanse, dúchese. Verá que se siente mejor.

  No puedo, ella está aquí.

  Vaya a descansar. Se le ve mal.

  No puedo, ella está aquí y debe permanecer anclado.

  Vaya a su hotel a descansar – insistió la chica.    

  No puedo. ¡Ella está aquí y aquí debo permanecer anclado!

                                                             El sonido de una sirena de ambulancia. Siempre le daba la impresión de que el sonido de una sirena a la distancia les daba un toque muy chic a las ciudades grandes. El techo de plafón de poliestireno tenía numerosos valles y montañas… La droga hacía su efecto. Mitigaba el dolor. Rio estúpidamente. Sí, la droga sabía mitigar el dolor. El dolor…

                                                          En el fondo. Ahí en el fondo del pasillo, la figura demoniaca se restregaba en el suelo. Movía sus miembros infernales. Raphaël lo vio. Sintió miedo. La figura deforme volvió el rostro hacia él. Pero, ¡¿qué?!  Era su propia cara. ¡Su propia cara! Se despertó sobresaltado una vez más para descubrir el techo de plafón del hospital, con sus valles y montañas. Se volvió a hundir en el sopor reconfortante del narcótico que sabía mitigar el dolor. ¿Sí sabía?

                                                       Mizra caminó hacia él y se sentó a su lado. Raphaël ni siquiera lo miró. Así, con la cara entre sus manos, pensaba, meditaba. ¿La droga sabía mitigar el dolor?

  Raphy, si no te vas a descansar el que va a morir eres tú. – El aludido le miró de soslayo. < ¿Es una especie de broma? >, pensó.

  No puedo, ella está aquí y…

  No te entiendo realmente. – interrumpió Mizra.  – ¿Cómo puedes sentir esa lealtad hacia una mujer que te ha herido tanto? – Esta vez Raphaël sí le miró directamente.

– ¿Por qué me dices esas cosas? ¿No puedes ni siquiera tener respeto por mi dolor?

– ¡Por favor! Deja ya los lloriqueos. Esa bruja te arruinó la vida.

– ¿Quieres que yo te arruine la tuya? – contestó con furia contenida, pero Mizra parecía no haberlo escuchado.

  Es que no sé. Siempre significó una carga para ti, un lastre. Con todos esos problemas psicológicos. Ni siquiera podías ir con ella a ver a tu familia. –   Raphaël abrió los ojos, muy grandes.

  Ella ha sufrido mucho y yo estoy aquí para protegerl…

  Desde mi punto de vista es un caso típico. Digo, no soy un profesional, pero es evidente. Su padre, un aficionado al juego y al alcohol, drogaba a sus galgos hasta morir; la niña sufría por la muerte de los animales, a los cuales se encariñaba una y otra vez. Muerte prematura del viejo, una madre poco apegada a sus hijas, maltrato físico y emocional. Ingresos al hospital infantil por golpes y fracturas. Un caso clarísimo. Una mujer marcada por los traumas de la niñez. 

– ¡Cállate! ¿Quién eres tú para juzgar una vida?

  Los abortos auto inducidos, las recaídas emocionales, los gritos en la madrugada. Lo entendería si tuviera alguna intención de mejorase, pero es todo lo contrario, ella te hunde cada vez que puede, es un verdadero lastre.

– ¡Mizra! ¡Tú jamás entenderás los lazos que nos unen!

  … y es que la mitad del éxito de un hombre depende de la habilidad social de su mujer y la tuya es una arpía.

– ¡Si solo vienes a joderme el hígado, mejor lárgate a…

– ¡Ya ves! El contrato para trabajar con la televisora se vino abajo cuando insultó a la esposa del dueño, ¡y pensar que solo fue por el color de unos zapatos!

– ¿Qué, en este mundo, pretendes al venir a insultarme así?

  Y además adúltera. Y tú siempre perdonando, perdonando, perdonando. ¿Has pensado seriamente en que puedes estar enfermo? ¿Qué necesites cuidar de alguien de una manera enferma? Ella te ha cerrado los caminos, de forma deliberada. No sé, tiene ese germen de maldad. Es mala Raphy, ella es una mujer mala.

– ¡Cállate!

  Déjala morir Raphy. ¡Deshazte de ella ahora que tienes oportunidad! Tú la odias.

– ¡No es cierto, yo la amo!

  La odias. ¡Tú la odias!

– ¡Desgraciado animal! ¡Te voy a matar!

– ¡Eso es! ¡Mátala!

                                                              Ella abrió los ojos. Las esmeraldas de sus ojos parpadearon un momento, bellas por un momento. El libro había caído de sus manos.

– ¿Dónde está? ¿Dónde está ese animal?

– ¡Vaya, despertaste!

 Dime, dímelo, ¿dónde está? – Raphaël miraba alrededor con ojos enrojecidos, buscando en cada esquina de aquel pequeño cuarto de hospital.

– ¿Dónde está quién?

– ¡Mizra! ¿Dónde está?

– ¿Mizra? ¿Mizra, Mizra? Pero que estupideces dices, estás delirando. – La mujer lanzó una sonora carcajada. – Mizra se mató hace como diez años. –   El semblante de Raphaël dio muestras de comprender la realidad.

– ¡Tú! ¡Tú! – < La droga no sabía mitigar el dolor. >

– ¡Sí, yo! ¿Quién más? Clavada en este miserable hospital por tu ocurrencia de romperte el hocico en Rusia. Cinco meses de mi vida perdidos por tu culpa.

– ¡Japón…!

  No querido, nunca llegamos a Japón. Te lo rompiste antes, en Sochi. – Una enfermera entró al cuarto al escuchar la conversación en voz alta e inmediatamente se dirigió a la estación de guardia para informarlo: el paciente grave del 35 acababa de salir de un coma de meses.

– ¿Por qué no fuiste tú? ¿¡Por qué no fuiste tú!? – Los brazos de Raphaël se extendieron hacia ella, temblorosos y llenos de cicatrices y suturas. La aguja del suero se desprendió de su muñeca izquierda y la sangre comenzó a fluir libremente...

  Pero, ¿te estás moviendo? ¡Enfermera! – Marie Chantal se precipitó a la cama para intentar calmarlo.

– ¿Por qué no fuiste tú? ¡Tú te lo mereces! – Raphaël rodeó con sus manos heridas el cuello de su esposa con una fuerza que no debía tener; una fuerza lacerante, fuerte, sofocante, una que ella no podía liberar. Ambos cayeron de la cama y el cuerpo lacerado del piloto quedó lastimosamente colgado de las piernas en rehabilitación. Sus manos quemadas, sin embargo, continuaron rígidas, sin liberar presión, ahí, abajo, desde donde unas esmeraldas, sus émeruades, le miraban sarcásticamente.

En tanto, la sangre fluía.

Xavier H. Castañeda

Foto: Credit: Mark Sutton / Sutton Images Copyright: Motorsport Images