miércoles, 20 de octubre de 2021

Émeraudes

    Las imágenes se sucedían frenéticamente en manchones borrosos y multicolores. Tras el volante, Raphaël pensaba que las cosas no podían ser de otra manera. Nunca había podido ver con claridad lo que sucedía a frente a él; simplemente no tenía esa habilidad. Manchones borrosos, imágenes entrecortadas, vibración incesante, frenos justo a tiempo para evitar la catástrofe; así había transcurrido su profesión de piloto de carreras de máximo nivel, entumecido y yerto por el ensordecedor aullido de algún monstruoso motor a sus espaldas, a un nivel mediocre. Una contradicción risible y amarga a la vez.

< ¡No te desconcentres! >

Observó de un rápido vistazo el panel electrónico frente a él, exclamando enseguida una maldición desesperada: el dispositivo se apagaba por momentos borrando toda la información de a bordo. La señal intermitente del radio se encendió y el piloto apretó un botón en el volante.

-       Raph, cambio. – El fuerte chasquido de la transmisión radial le hizo dar un respingo.

-       ¡Robert! El display está haciendo falso de nuevo.

-       La telemetría está llegando mal. Entra a fosos.

-       Trataré de alejarme un poco más del finlandés. Entro en la siguiente vuelta. Revisen la suspensión; el coche se va de cola a la salida de la curva cinco.

-       Entra ahora, la telemetría no llega. Repito, entra aho…

Raphaël cortó la comunicación. Era solo una vuelta más. Preparó la línea para entrar a la siguiente curva… y uno de los brazos de la suspensión trasera de fibra de carbono falló catastróficamente, incapaz ya más de resistir las fuerzas casi imposibles que un auto de fórmula sufre a más de 350 kilómetros por hora.

Manchones borrosos, imágenes entrecortadas, vibración incesante, frenos a destiempo. Raphaël sintió que su cuerpo era desplazado con una fuerza brutal en varias direcciones a la vez. Las imágenes se sucedían más rápido que los pensamientos. Inmediatamente después sintió un golpe en seco, y una lluvia de arena y neumáticos cayeron sobre él. La momentánea obscuridad…

Lentamente la luz volvió a aparecer frente a él. Lo primero que vio después del despiste fueron las descargas de polvo extintor dirigidas hacia donde debería estar la nariz del monoplaza; ahora solo fierros retorcidos y humeantes. Un líquido oleoso y fluorescente, parecido a la miel, resbalaba por la mica de su casco. < ¿Aceite de motor? >

Una luz amarilla de emergencia en el fondo de su panorama visual le devolvió a la realidad. < ¡Mierda, choqué! >

-       Raph, ¡Raph, contesta! ¿Te encuentras bien?

-       ¡Estoy bien! Estoy bien… ¡Ahora mismo me estoy largando de esta porquería!

Inhaló y exhaló para tranquilizarse e hizo el intento de empujarse hacia fuera de la celda de seguridad del monocasco, pero su cuerpo ni siquiera se movió. < Pero, ¿qué? > Intentó mover las manos del volante, pero estas continuaron aferradas a este, como si tuvieran una vida fuera de la suya, negándose a obedecerlo. Su cuerpo todo le desobedecía. Las señas de los oficiales de pista le instaban a salir cuanto antes. El fuego comenzó a correr, sus lenguas amarillas y rojas lamían su casco. Él no pudo hacer un ademán de respuesta. Lo comprendió con desesperación. < ¡Dios mío! No me puedo mover. ¡No me puedo mover! >

-       ¡Raphy! ¿Estás bien? ¡Contéstame! – La voz de su esposa Marie Chantal a través de los audífonos hizo eco de sus propios pensamientos. Y le pareció distorsionada y dolorosamente lejos. Dolorosamente lejos.


                                                                      Era curioso que no se sintiera nada. Estaban en el tren más rápido del mundo y en verdad no sentía nada.

Raphaël miró a través de las ventanas al gigante cubierto de nieve; el gran Fujiyama. El sol traspasaba las nubes en grandes haces de luz, recordando la imagen de la palabra de Dios lanzada a los mortales en algún cuadro renacentista.   Miró después dentro del vagón; su esposa no se veía por ninguna parte y eran cerca de diez minutos que se había levantado para ir a los sanitarios. Quizás el vagón que los contenía estaba dos o tres carros más adelante. Un momento después, la mujer entraba al vagón traspasando las puertas corredizas y el la miró con fijeza. ¡Ahí estaba! Su cabello castaño se tornó dorado al pasar por los rayos del sol mientras avanzaba en dirección a él. Luego, por un instante, el sol iluminó también sus ojos de forma lateral. ¡Qué ojos! ¡Qué ojos los suyos! Todo se desvanecía alrededor de ellos. Verdes, grandes, bellos; dos esmeraldas iridiscentes que consistían su verdadero y único tesoro: sus esmeraldas, sus émeraudes… Sí, era seguro, esos ojos lo habían literalmente embrujado. Para toda la vida. La mujer se sentó a su lado sin dirigirle la mirada y permaneció abstraída buscando algo en el interior de su enorme bolso.

  Marie. – Llamó él. Su idea del paraíso personal lo miró un segundo, como distraída.

– ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy ocupada?

– ¿Ya viste que hermosa vista, la del volcán? – La chica dirigió un breve vistazo hacia el Fujiyama.

  Por favor, Raphaël. ¿De cuándo acá te gustan las vistas? –  < ¡Ah! La mirada sarcástica.> Sí, las esmeraldas también sabían ser crueles.

  Pues esa me gusta. – Contestó él. Al no recibir más respuesta, decidió callarse y se recostó contra el mullido asiento de piel crema de la sección de primera clase del tren.

Súbitamente, una sensación nueva vino a sus sentidos. Poco a poco, casi sin notarlo, los ojos le empezaron a arder desusadamente. Un vapor ligeramente amarillento comenzó a flotar en el aire, iluminado también por los rayos del sol, y un olor penetrante le hizo sentir que su garganta se cerraba. Una desesperada reacción de ahogamiento instintivo lo convulsionó. ¡No podía aguantar más! Con todas sus fuerzas comenzó a golpear repetidamente con el codo el vidrio de la ventanilla de su lado, pero logró solo estrellarlo, por lo que en un movimiento rápido se apoyó contra el asiento y golpeó esta vez con sus pies con toda la fuerza que pudo; el marco de seguridad pareció ceder. Un segundo golpe desprendió la ventana y el aire helado penetró el vagón a raudales. El tren se detenía.

                                                                     – ¡Por favor, necesito ayuda! ¡No está respirando! Raphaël sostenía en sus brazos a su esposa con un rictus de desespero. El ventarrón que había penetrado por la ventanilla le había permitido respirar aire limpio, pero Marie Chantal no había sido tan afortunada. Los vapores tóxicos lesionaron a mucha gente. Los cuerpos de rescate no se daban abasto. Raphaël observó con la respiración entrecortada los cascos de los paramédicos japoneses, con dos protecciones planas en la parte trasera, como los antiguos Samuráis.  Se sorprendió de su propio pensamiento. – ¡Por favor! ¡Por favor ayúdenme! –  Gritó en inglés.

En el hospital todo eran imágenes borrosas, manchones multicolores. ¿Por qué nunca podía ver lo que tenía enfrente?


                                                              – ¿En qué estado se encuentra?

  No lo sé Jacques, no lo sé.

  Los muchachos y yo estábamos en el autódromo cuando escuchamos lo del atentado terrorista, pero jamás imaginamos que ustedes estaban ahí. En Japón, es increíble. Muchos intoxicados. – La risa sorpresiva y estridente de uno de los mecánicos del grupo, al final del corredor, molestó sobremanera al piloto, quien buscó con la mirada y la mandíbula encajada al irreverente. Un par de enfermeras sonreían, coquetas, al pasar junto al grupo de extranjeros uniformados con los colores de la escudería.

– ¡Hey, respeten a Raph! – gritó el jefe del equipo.

  Gracias, Jacques. La verdad es que estoy muy preocupado.

  Lo entiendo, lo entiendo… ¿Cómo le vamos a hacer?

– ¿Con qué?

  Con la carrera de Australia. Es la próxima semana y no nos podemos permitir el lujo de que no la corras. – Raphaël lo miró con sorpresa.

  Pues no la puedo correr. No la voy a correr.

 Raph, si no la corres perdemos el patrocinio y tú lo sabes muy bien. Sería catastrófico para ti, y para el equipo.

– ¡Pues no la corro, qué demonios!

  No seas un imbécil. Tienes compromisos serios.

– ¿Qué es lo que me estás pidiendo? ¿Qué la abandone? ¿Por quién crees que arriesgo mi vida cada fin de semana? ¡Es por ella! ¡Y aquí me voy a quedar!

  Haz lo que quieras, pero te espero en Adelaida a tiempo para las prácticas.

– ¡Me puedes esperar toda la vida!

  Vámonos muchachos – El jefe se daba la vuelta con la intención de retirarse. – Que se mejore Marie.

– ¡Vete al infierno!

                                                                      Buenas tardes, soy el doctor Sykes. – El médico extendió la mano hacia Raphaël. – ¿Es usted el señor Durand, Raphaël Durand? – Las palabras del doctor le sonaron apresuradas y aprendidas de memoria.

  Sí. ¿Cuál es la condición de mi esposa?

  Temo decirle que mal, muy mal. A decir verdad, no debe usted engañarse. Dudamos que sobreviva un par de días más. Lo siento mucho. –   Raphaël sintió que las rodillas no le sostenían. El nudo en la garganta casi le impedía hablar.

– ¿Dónde...? ¿Dónde está ella? Debo verla.

  No, lamentablemente no puede. Se encuentra en terapia intensiva. Ella es francesa, ¿es verdad?

  Así es, ¿por qué? Ya anoté todos sus datos en el formulario que me dieron cuando ingresó al hospital.

  Sólo confirmaba, porque en estos casos debo recomendarle… – el tono del médico, que a Raphaël le pareció pedante, lo exasperó.

– ¡Ah, ya! Ya entiendo. La proverbial xenofobia “post– brexit”. Porque usted es británico, ¿verdad? ¡Pues en este país usted es tan extranjero cómo yo! ¡Imbécil! – El doctor permaneció impasible.

  Mire, señor. Yo comprendo el dolor por el que está pasando, pero entenderá que no estoy aquí para ser insultado. Mi recomendación es que contacte nuevamente a la embajada de su país para que le expliquen qué debe hacer en estos casos, sobre todo si llegara a suceder lo peor. Buenas tardes, señor. – El médico se dio la vuelta y desapareció tras unas puertas basculantes. Raphaël se quedó solo con su rabia, rumiando su impotencia. gruñendo. Lentamente se dejó caer en una de las butacas de la sala de espera y comenzó a llorar en silencio. < ¡Nadie entiende mi dolor! ¡Estoy sólo! >. El grito interior no le permitía escuchar la frenética actividad del hospital japonés que se desarrollaba a su alrededor.

                                                                       Ni pizca del idioma. No hablaba ni pizca de japonés. Y estaba perdido. Raphaël permaneció parado frente a la gran marquesina de un cine casi enteramente hecha de tubos de neón intermitente. La lluvia helada parecía no tocarlo. Su mirada se perdió en la mar de gente que navegaba a su alrededor. La una de la mañana y sereno… Él no estaba ahí, Raphaël no estaba ahí.

                                                                 Levantó la vista. En el fondo del pasillo vio una figura muy conocida. Mizra le vio también. Se dirigió en su dirección.

  Por el Buda, Raphy, te ves muy mal. – Los dos hombres se abrazaron y besaron en las mejillas. Raphaël sintió un cariño poco usual en su saludo. Se preguntó si Mizra había sentido lo mismo. – ¿Cómo está ella?

  Muy mal. Está en terapia intensiva. Está muy mal.

  Ven, vamos a platicar – dijo, señalando hacia una pequeña salita a un lado de la cafetería de visitantes.

  No, Mizra, no quiero una maldita consulta.

  No seas tonto, te vine a apoyar. Soy tu amigo; solo quiero ayudar. – Raphaël asintió.

  Discúlpame, lo sé, lo siento. ¿Cómo supiste?

  Me habló tu cuñada. Alguien de tu equipo se encargó de notificar a su familia.

– ¡Oh, demonios! ¡Por completo lo olvidé!

  Es natural, no te preocupes.

– ¿Qué te dijo su familia?

  Preguntaron por ella y por ti, si sabía algo. Prometí avisarles tan luego llegara a Tokio, después de verte.

  Gracias, fuiste muy amable en venir desde tan lejos.

  Raphy…

– ¿Sí?

– ¿Por qué no la dejas morir?

  Pero ¿qué diablos dices?

  Amigo, afróntalo. Fue gas sarín. Está descerebrada; ya está muerta.

– ¡Está respirando! – Las venas del cuello se le inflamaron de coraje.

  Déjala ir. No seas egoísta. Déjala ir…

– ¡Ella está viva y nadie me la va a quitar!

                                                                   El leve toque en su brazo hizo que se despertara con un sobresalto. Una enfermera japonesa, muy joven, le miraba con una sonrisa de sala de emergencias.

  Señor, no se puede quedar aquí todo el tiempo. – dijo en inglés quebrado. – Vaya a su hotel, descanse, dúchese. Verá que se siente mejor.

  No puedo, ella está aquí.

  Vaya a descansar. Se le ve mal.

  No puedo, ella está aquí y debe permanecer anclado.

  Vaya a su hotel a descansar – insistió la chica.    

  No puedo. ¡Ella está aquí y aquí debo permanecer anclado!

                                                             El sonido de una sirena de ambulancia. Siempre le daba la impresión de que el sonido de una sirena a la distancia les daba un toque muy chic a las ciudades grandes. El techo de plafón de poliestireno tenía numerosos valles y montañas… La droga hacía su efecto. Mitigaba el dolor. Rio estúpidamente. Sí, la droga sabía mitigar el dolor. El dolor…

                                                          En el fondo. Ahí en el fondo del pasillo, la figura demoniaca se restregaba en el suelo. Movía sus miembros infernales. Raphaël lo vio. Sintió miedo. La figura deforme volvió el rostro hacia él. Pero, ¡¿qué?!  Era su propia cara. ¡Su propia cara! Se despertó sobresaltado una vez más para descubrir el techo de plafón del hospital, con sus valles y montañas. Se volvió a hundir en el sopor reconfortante del narcótico que sabía mitigar el dolor. ¿Sí sabía?

                                                       Mizra caminó hacia él y se sentó a su lado. Raphaël ni siquiera lo miró. Así, con la cara entre sus manos, pensaba, meditaba. ¿La droga sabía mitigar el dolor?

  Raphy, si no te vas a descansar el que va a morir eres tú. – El aludido le miró de soslayo. < ¿Es una especie de broma? >, pensó.

  No puedo, ella está aquí y…

  No te entiendo realmente. – interrumpió Mizra.  – ¿Cómo puedes sentir esa lealtad hacia una mujer que te ha herido tanto? – Esta vez Raphaël sí le miró directamente.

– ¿Por qué me dices esas cosas? ¿No puedes ni siquiera tener respeto por mi dolor?

– ¡Por favor! Deja ya los lloriqueos. Esa bruja te arruinó la vida.

– ¿Quieres que yo te arruine la tuya? – contestó con furia contenida, pero Mizra parecía no haberlo escuchado.

  Es que no sé. Siempre significó una carga para ti, un lastre. Con todos esos problemas psicológicos. Ni siquiera podías ir con ella a ver a tu familia. –   Raphaël abrió los ojos, muy grandes.

  Ella ha sufrido mucho y yo estoy aquí para protegerl…

  Desde mi punto de vista es un caso típico. Digo, no soy un profesional, pero es evidente. Su padre, un aficionado al juego y al alcohol, drogaba a sus galgos hasta morir; la niña sufría por la muerte de los animales, a los cuales se encariñaba una y otra vez. Muerte prematura del viejo, una madre poco apegada a sus hijas, maltrato físico y emocional. Ingresos al hospital infantil por golpes y fracturas. Un caso clarísimo. Una mujer marcada por los traumas de la niñez. 

– ¡Cállate! ¿Quién eres tú para juzgar una vida?

  Los abortos auto inducidos, las recaídas emocionales, los gritos en la madrugada. Lo entendería si tuviera alguna intención de mejorase, pero es todo lo contrario, ella te hunde cada vez que puede, es un verdadero lastre.

– ¡Mizra! ¡Tú jamás entenderás los lazos que nos unen!

  … y es que la mitad del éxito de un hombre depende de la habilidad social de su mujer y la tuya es una arpía.

– ¡Si solo vienes a joderme el hígado, mejor lárgate a…

– ¡Ya ves! El contrato para trabajar con la televisora se vino abajo cuando insultó a la esposa del dueño, ¡y pensar que solo fue por el color de unos zapatos!

– ¿Qué, en este mundo, pretendes al venir a insultarme así?

  Y además adúltera. Y tú siempre perdonando, perdonando, perdonando. ¿Has pensado seriamente en que puedes estar enfermo? ¿Qué necesites cuidar de alguien de una manera enferma? Ella te ha cerrado los caminos, de forma deliberada. No sé, tiene ese germen de maldad. Es mala Raphy, ella es una mujer mala.

– ¡Cállate!

  Déjala morir Raphy. ¡Deshazte de ella ahora que tienes oportunidad! Tú la odias.

– ¡No es cierto, yo la amo!

  La odias. ¡Tú la odias!

– ¡Desgraciado animal! ¡Te voy a matar!

– ¡Eso es! ¡Mátala!

                                                              Ella abrió los ojos. Las esmeraldas de sus ojos parpadearon un momento, bellas por un momento. El libro había caído de sus manos.

– ¿Dónde está? ¿Dónde está ese animal?

– ¡Vaya, despertaste!

 Dime, dímelo, ¿dónde está? – Raphaël miraba alrededor con ojos enrojecidos, buscando en cada esquina de aquel pequeño cuarto de hospital.

– ¿Dónde está quién?

– ¡Mizra! ¿Dónde está?

– ¿Mizra? ¿Mizra, Mizra? Pero que estupideces dices, estás delirando. – La mujer lanzó una sonora carcajada. – Mizra se mató hace como diez años. –   El semblante de Raphaël dio muestras de comprender la realidad.

– ¡Tú! ¡Tú! – < La droga no sabía mitigar el dolor. >

– ¡Sí, yo! ¿Quién más? Clavada en este miserable hospital por tu ocurrencia de romperte el hocico en Rusia. Cinco meses de mi vida perdidos por tu culpa.

– ¡Japón…!

  No querido, nunca llegamos a Japón. Te lo rompiste antes, en Sochi. – Una enfermera entró al cuarto al escuchar la conversación en voz alta e inmediatamente se dirigió a la estación de guardia para informarlo: el paciente grave del 35 acababa de salir de un coma de meses.

– ¿Por qué no fuiste tú? ¿¡Por qué no fuiste tú!? – Los brazos de Raphaël se extendieron hacia ella, temblorosos y llenos de cicatrices y suturas. La aguja del suero se desprendió de su muñeca izquierda y la sangre comenzó a fluir libremente...

  Pero, ¿te estás moviendo? ¡Enfermera! – Marie Chantal se precipitó a la cama para intentar calmarlo.

– ¿Por qué no fuiste tú? ¡Tú te lo mereces! – Raphaël rodeó con sus manos heridas el cuello de su esposa con una fuerza que no debía tener; una fuerza lacerante, fuerte, sofocante, una que ella no podía liberar. Ambos cayeron de la cama y el cuerpo lacerado del piloto quedó lastimosamente colgado de las piernas en rehabilitación. Sus manos quemadas, sin embargo, continuaron rígidas, sin liberar presión, ahí, abajo, desde donde unas esmeraldas, sus émeruades, le miraban sarcásticamente.

En tanto, la sangre fluía.

Xavier H. Castañeda

Foto: Credit: Mark Sutton / Sutton Images Copyright: Motorsport Images 

2 comentarios:

  1. Un relato envolvente, te encierra en la mente del protagonista y en su confusión subconsciente con los cambios de escenarios reales y no reales y al mismo tiempo se mantiene la coherencia en la identidad de los personajes, puedes sentir su lucha interna entre amarla y odiarla, amarse y odiarse, siempre me gustaría escuchar más información y más datos sobre la vida de cada uno, pero entiendo que parte del efecto de suspenso y confusión es dar solo pedazos al lector.
    Buen texto, saludos

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  2. Es un relato enigmático, creo que gran parte de su valor reside en ello. Obviamente queremos saber qué más pasa con los personajes, queremos seguir recorriendo lugares a través de sus ojos, ¿se convertirá en novela este relato? Gracias por compartir compañero. Tu experiencia y oficio saltan a la vista.

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